Tito Maccio Plauto, famoso autor de comedias de la antigua Roma, utilizó la voz titivillicium en su obra Casina, escrita alrededor del 200 a.C., para señalar una menudencia o cosa de poca importancia. El romanceo lingüístico, la colonización judeocristiana de los imaginarios, el nacimiento de una clerecía copista de textos antiguos que formarían después el canon eclesiástico y la creación de las universidades medievales, hicieron posible la transformación de aquella antigua voz en el nombre Tutivillus o Titivillus.

Tutivillus era conocido en el imaginario cristiano como un demonio multitask. Se ocupaba de introducir errores en las palabras de los monjes copistas pues conocía perfectamente la gramática de todas las lenguas y era un excelente escritor, de tal suerte que era con él con quien los humanos firmaban pactos en pergaminos a cambio de un favor especial que se pagaba con la potestad diabólica de sus almas. También se ocupaba de registrar por escrito los pecados de todas las personas porque entre sus deberes estaba el de presentar un informe frente a Dios cuando acaeciera el día del Juicio Final. Estos registros eran también una recopilación de palabras ociosas, chismorreos y omisiones cometidas durante los rezos de los oficios litúrgicos entre clérigos y religiosas.

No cabe duda de que en la ideología del Occidente medieval, Tutivillus formó parte de un grupo de demonios especializados en documentar y archivar las menudencias pecaminosas de mujeres y hombres. Entre los destacados compañeros de Tutivillus podemos mencionar a Belial, Baalberith, Belfegor y Belzebú, quienes fueron reconocidos también como escritores, abogados y notarios. Indiscutiblemente Baalberith fue el líder de este equipo de diabólicos amanuenses porque los demonólogos del medioevo central y de la modernidad, lo señalarían ostentando siempre el honorable cargo de Secretario General y Conservador de los Archivos del Infierno.

Con la difusión de la imprenta en Occidente, Tutivillus ganó fama como el demonio de los impresores. Se convirtió en un ente infraterrenal que introducía tipos erróneos en los encuadres de las prensas, sin advertencia de los tipógrafos. En ocasiones eran tantos los errores impresos debido a las travesuras de Tutivillus, que los libreros se veían obligados a añadir al inicio de cada obra salida de una tirada de libros una «fe de erratas», con la que advertían al lector dónde se hallaba cada una de las equivocaciones impresas y por cuál vocablo debía ser sustituido[1]G. Montañés, Julio, Tutivillus. El demonio de las erratas, Madrid: Tupin Editores, 2015; Tutivillus. El demonio notario, blog personal, 2014, disponible en … Continue reading.

Para corroborar la información que ha llegado hasta nosotros (y no se diga que el arte de registrar el error no es nuestro arte, ni el de Tutivillus), léanse ahora algunos fragmentos de lo que Alberto Cousté recoge en su diccionario De los nombres del demonio[2]Cousté, Augusto, De los nombres del demonio, Barcelona: Océano: 2000. acerca de nuestros amigos gramáticos, escritores y papeleros:

Baalberith
llamado “el archivero”, es abogado de oficio y su memoria es prodigiosa. Los fenicios le asignaban el papel de testigo en la formulación de juramentos. Entre los siglos XV y XVII, aparece invocado con frecuencia en los grimorios populares como campeón de las causas perdidas (vale decir como defensor de los desamparados por la justicia ordinaria). Algunos alquimistas lo relacionaron con la transmutación de los metales y le atribuyeron como residencia el mes de junio.

Belial
[…] el demonólogo De Plancy no vacila en definirlo como un “enamorado del vicio por el vicio mismo”, y completa un retrato que suena elogioso a pesar suyo añadiendo que “su aspecto es bellísimo, y el cielo no ha perdido sin duda otro más hermoso habitante”. Wierius, a su vez, le atribuye un papel preponderante en la rebelión de los ángeles, y asevera que este “gran corruptor” es un experto en seducir a los adolescentes de ambos sexos, a quienes corresponde no obstante sus favores con celo y protección. Para completar su enigmática figura, Paracelso afirma que se divierte dando falsas pistas a los investigadores de la ciencia y difundiendo por placer inocentes mentiras […]

Belfegor
Demonio de los inventores, los descubrimientos imprevistos y las soluciones ingeniosas –no siempre racionales- para los problemas cotidianos. Algunas de las mayores autoridades de la demonología clásica (Selden, Banier, Wierius, Leloyer, entre otros) se han fascinado en forma unánime por el hecho de que siempre tiene la boca abierta, y de que sus adoradores le rindan culto sirviéndose de grietas o hendiduras a través de las cuales arrojan ofrendas, por lo que lo relacionaron con antiguos cultos coprofágicos.
Más coherente, o al menos más sutil en su intento de verosimilitud, resulta la versión que sugiere Mario Falconetti, quien lo describe como “una aparición femenina, de deslumbradora juventud y belleza, siempre desnuda y sentada, con las manos en las rodillas y las piernas abiertas”. Esta variante vaginal parece más acorde con sus características recónditas, que hay que ir a buscar en un agujero para sacarlas luego a la luz, y con la errática e intuitiva eficacia de la inteligencia. Si esto es así, se entiende mejor aún que se le atribuya ser “la señora y habitante de abril”, en el apogeo de la primavera.

Belzebú
Se atribuye al polifacético esotérico Palíngenes la primera descripción física del personaje, que influiría sin duda en el arquetipo diabólico que ha llegado hasta nuestros días: de talla prodigiosa, rostro imperturbable pero iluminado por el brillo alucinante de sus ojos, abiertos sin descanso ni parpadeo alguno, cuernos amenazantes y afilados, pilosidad extrema y alas de murciélago, permanece sentado en un trono al que devoran y recomponen, alternativamente, las llamas de un incendio glacial e interminable.
Pero esta majestad contenida y alerta es en él todo lo contrario de la relajación satisfecha: lo único que puede desatar su cólera –nos dicen sin excepciones sus exégetas- es el ejercicio por los hombres de la pasividad. El luminoso John Milton y el atormentado William Blake (“Quien desea y no obra, engendra peste”), añadirían posteriormente a estas especulaciones la inexplicable densidad de la poesía.
Resulta curioso, por último, que pese a la variedad de pueblos, lenguas y culturas que lo tuvieron como protagonista, la etimología del nombre de Belzebú no ofrezca dudas para sus comentaristas: todos coinciden en traducirlo como “el Señor de las moscas”.

Sorprendentemente, el léxico infernal del argentino Cousté carece de entrada para Tutivillus. ¿Sería esta una intervención más de “el demonio de las menudencias” para pasar desapercibido, haciéndole honor al titivillicium que dio origen a su nombre? ¿Dónde quedó Tutivillus?

Aunque no ha abandonado los soportes tradicionales de la escritura, Tutivillus está también en el espacio virtual. Se ha colado entre los productores de las fake news para registrar (nuevamente) las dimensiones de la manipulación discursiva. Tiene datos sobre errores centenarios impresos en los libros de historia obligatorios y analiza su difusión mediante las teleclases (pos)pandémicas, las opiniones de intelectuales e influencers y las conferencias presidenciales de todo el orbe. Conserva las llaves de archivos enormes (que aun no termina de clasificar) con expedientes sobre omisiones, confusiones, manipulaciones y olvidos en las memorias colectivas de nosotros y nosotras.

¡Pobre! Mientras digitaliza papiros y rollos de por acá; por allá el ordenador está procesando miles de Big Datas con millones de algoritmos sobre usos y abusos de la memoria histórica que circulan en este instante en que lees esta brevísima reseña de su ontología. Y ahora mismo se tropieza con un viejo cofre ochavado, adornado con ágatas, amatistas y lapislázuli, donde celosamente custodia un fragmento de algo que parece un mapa y que, de acuerdo con los estudios del equipo de investigación de los Archivos del Infierno, demuestra fehacientemente que no fue Colón el primer europeo en pisar América. Está agitado, es demasiado. Si hace unas décadas apenas se daba abasto, hoy el crecimiento exponencial de historias, el desorden digital y el apremio con que el Dios contemporáneo solicita registros, lo mantiene en estado de ansiedad. Por eso, en este espacio nos reunimos con él y los suyos, bajo el principio del apoyo mutuo, para organizar la chamba, el curro, la pega o el laburo (depende de dónde nos leas) milenario de escudriñar y estructurar los saberes históricos, sus menudencias y sus errores. ¿Te animas a pasar una termporada en el Infierno?

Una temporada en el Infierno

Antaño, si no recuerdo mal, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían, en el que vinos de todas las clases fluían sin cesar.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. –Y la encontré amarga. – Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Y huí. ¡Oh brujas, oh miseria, oh saña: sólo a vosotras os fue confiado mi tesoro!
Conseguí disipar en mi espíritu todo resto de humana esperanza. Sobre toda alegría, para estrangularla, realicé el salto sigiloso de la fiera.
Llamé a los verdugos para así morir mordiendo la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas para así poder ahogarme en la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. El aire del crimen me secó. Se la jugué a la locura.
Y la primavera me dio la risa horrenda del idiota.
Pero, recientemente, cuando ya estaba a punto de estirar la pata, decidí buscar la llave que me abriera las puertas del antiguo festín, en el que, quizás, recobraría el apetito.
La caridad es esa llave. – ¡Esta inspirada afirmación demuestra que he estado soñando!
«Siempre serás una hiena, etc…», exclama el demonio que me coronó con tan amables adormideras. «Bien, gánate a pulso la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales.»
¡Bueno! Ya he tenido bastante: – Pero, querido Satanás, se lo ruego, ¡no se irrite tanto! A la espera de esas pequeñas bajezas que no acaban de llegar, arranco, para ud. que ama en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, unas cuantas hojas repelentes de mi libreta de condenado.

Arthur Rimbaud[3]Rimbaud, Arthur, Una temporada en el infierno (Une Saison en enfer), Trad. y notas de Juan Abeleira. Texto bilingüe, Madrid: Hipeirón, 1997, pp. 13-17.

Referencias

Referencias
1 G. Montañés, Julio, Tutivillus. El demonio de las erratas, Madrid: Tupin Editores, 2015; Tutivillus. El demonio notario, blog personal, 2014, disponible en http://tutivillus.teatroengalicia.es/index.htm; última consulta: 6 de junio de 2021.
2 Cousté, Augusto, De los nombres del demonio, Barcelona: Océano: 2000.
3 Rimbaud, Arthur, Una temporada en el infierno (Une Saison en enfer), Trad. y notas de Juan Abeleira. Texto bilingüe, Madrid: Hipeirón, 1997, pp. 13-17.

Tutivillus en la Historia del Arte

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