La excepción como norma: necropolítica y capitalismo en el paisaje de Teuchitlán

La sentencia de Walter Benjamin «la tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla» produce un eco lacerante en el México actual. El hallazgo de un campo de adiestramiento criminal en Teuchitlán, Jalisco, no es un hecho aislado, sino un nudo en la trama de un sistema que entrelaza al Estado, el capitalismo neoliberal y el crimen organizado en una unión letal.

Este espacio, con sus barracas militares y blancos de tiro para sicarios, encarna una lógica que trasciende la mera ilegalidad: es un microcosmos de la necropolítica. Aquí, el narcotráfico no es una fuerza marginal, sino un engranaje esencial del poder contemporáneo, un espejo que refleja la colusión entre la acumulación capitalista y la gestión de la muerte.

La llamada «guerra contra las drogas», iniciada en México bajo el mandato de Felipe Calderón (2006-2012) y continuada por el PRI y MORENA, no es más que la teatralización de un proyecto de control territorial. Al militarizar la seguridad pública, el Estado no solo legitimó la presencia castrense en la vida civil, sino que activó una economía de la violencia donde cárteles, corporaciones y funcionarios convergen en la explotación de cuerpos y territorios. Teuchitlán, enclavado en una región estratégica para la agroindustria, la minería a cielo abierto y el turismo, opera como un nodo en esta red extractiva. Los cárteles, lejos de ser meros grupos delictivos, funcionan como empresas transnacionales con capacidad de fuego: regulan mercados, desplazan poblaciones y garantizan el flujo de capitales, ya sea mediante el narcotráfico, la venta de minerales o el acaparamiento de agua. El campo de entrenamiento descubierto no es una rareza, sino un eslabón en una cadena de infraestructuras clandestinas que incluyen laboratorios, centros logísticos y corredores migratorios.

La paradoja del Estado neoliberal mexicano radica en su doble rol: mientras proclama su adhesión al imperio de la ley, externaliza la violencia hacia actores no estatales que ejecutan sus políticas sin dejar rastros oficiales. Esta estrategia, analizada por teóricos como Rita Laura Segato como una «pedagogía de la crueldad», permite al gobierno mantener una «negación plausible» ante organismos internacionales, mientras los cárteles actúan como fuerzas paramilitares al servicio de intereses geopolíticos. En Jalisco, cuarto estado más rico de México, la violencia no es un subproducto del crimen, sino una herramienta de reordenamiento territorial. La minería en Los Altos, los monocultivos de agave para tequila y los megaproyectos turísticos en la ribera de Chapala exigen la eliminación de resistencias: líderes agrarios, ambientalistas, comunidades indígenas.

Los campos de entrenamiento como el de Teuchitlán son fábricas de mercenarios especializados en técnicas de exterminio eficiente. Su existencia revela un pacto perverso: el Estado cede el monopolio de la fuerza a cambio de que los cárteles aseguren la «paz» necesaria para la inversión extranjera. Estos espacios, lejos de ser clandestinos, suelen coexistir con comisarías, cuarteles y centros de mando, en una geografía donde lo legal y lo ilegal se difuminan. La estadística es elocuente: según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, Jalisco acumula más de 15,000 desaparecidos, muchos de ellos convertidos en mano de obra esclava para industrias ilícitas o en cifras anónimas en fosas que perforan el subsuelo como heridas abiertas.

La violencia simbólica del capitalismo no reside solo en actos físicos, sino en la normalización de lo intolerable. Los medios de comunicación, al reducir el horror de Teuchitlán a «nota roja», cumplen una función ideológica crucial: fragmentan la masacre en historias individuales, desconectadas de las estructuras que las producen. Las víctimas son presentadas como daños colaterales de un «mal» abstracto, nunca como productos de un sistema que requiere su eliminación para expandirse.

Esta narrativa no solo blanquea la responsabilidad estatal, sino que convierte el duelo en mercancía. Las coberturas sensacionalistas, los podcasts true crime y las series narcodramáticas transforman el sufrimiento en entretenimiento, vaciando de contenido político las demandas de justicia. Mientras, los proyectos de memoria impulsados por colectivos busqueda de Jalisco son criminalizados o ignorados. Su labor —exhumar fosas con picos y palas, confrontar a funcionarios con fotos de seres queridos— constituye un contra-discurso que desmonta la ficción del Estado protector.

El campo de Teuchitlán no es un accidente, sino un síntoma de la fase necroliberal del capitalismo global, donde la desregulación económica y la hipervigilancia se fusionan en un nuevo régimen de dominación. La violencia no es un fallo del sistema, sino su mecanismo de operación.

La «guerra contra el narco» es un mito útil: un discurso que justifica la ocupación militar de territorios ricos en recursos, estigmatiza a la pobreza como «violencia innata» y encubre el flujo de capitales entre sectores legales e ilegales. La DEA y agencias europeas, por ejemplo, rastrean narcóticos pero no investigan cómo bancos como HSBC o Santander lavan dinero del crimen.

La conclusión es clara: esta guerra no tiene como objetivo la paz, sino la administración criminal del capitalismo. El narcotráfico es el «espejo roto» de México: refleja un país donde las élites abandonaron cualquier proyecto de nación para convertirse en socios menores del capital global. Los muertos, como los de Teuchitlán, no son víctimas de un «mal» ajeno al sistema, sino sacrificios rituales de un orden que exige sangre para mantener su tasa de ganancia.

La memoria de este lugar exige una relectura de la historia mexicana que desmonte el mito del progreso neoliberal. Desde las guerras de conquista hasta el despojo por megaproyectos, el patrón se repite: la muerte como instrumento de acumulación. Resistir implica no solo exigir justicia para las víctimas, sino desmantelar la matriz que convierte la vida en recurso desechable.

Teuchitlán, como Ayotzinapa o Tlatlaya, son un espejo que refleja nuestra modernidad: aquel donde el presente se escribe con fosas clandestinas y el silencio cómplice de la sociedad mexicana y de quienes ostentan el poder. Una normalización violenta de hornos crematorios que reducen cuerpos a cenizas sin que nadie pregunte, cárceles clandestinas donde la tortura se vuelve rutina, el país convertido en una fosa clandestina.

Christian García Martínez

 

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *